-“Hola, pasa...”- Sus manos tiritaban con impaciencia pero en su rostro se apreciaba una tranquilidad casi celestial, aún así me di cuenta del agotamiento físico y mental de aquel hombre.
- ¿Quería verme, señor?... – Apenas me salió la voz, su presencia me inspiraba un miedo casi irracional. Tuve que hacer un esfuerzo muy grande para que no se notara lo nerviosa que estaba. Lo notó igual.
- “No me digas señor, no me agrada y lo sabes”, - dijo sin despegar la mirada del suelo. Sentado en la camilla de exámenes, aquel hombre no tenía intenciones de demostrar que estaba completamente derrotado por el destino. Destino que sólo unos pocos conocían y muchos menos lograban comprender. Yo era una de aquellos, ignorante de la realidad que en ese minuto se extendía frente a mis ojos en forma de hombre, un hombre común y corriente que según las fichas médicas no superaba los treinta años de edad. – “Necesito un cigarro, ¿tienes?” – dijo haciendo un gesto con la mano que menos le tiritaba.
- Señor, las políticas…-
- ¡Al carajo las políticas! – Me calló secamente. Retrocedí dos pasos de forma inconsciente. Quería gritar, salir corriendo y largarme para siempre de ese lugar, pero estaba congelada, clavada al piso. El hombre se incorporó tratando de disimular su enfado. Sin embargo no fue capaz de mantenerse en pie pues estaba muy débil y volvió a caer sentado pesadamente en la camilla. – “Un cigarro… por favor” – volvió a decir, ahora con voz cansada.
- Lo lamento, señor…- Alcancé a decir, venciendo la inercia y el pánico, dando la vuelta y retirándome de la sala, escapando de aquella situación. Si fuera un hombre “común”, como dicen las fichas médicas y los registros de las carpetas, no me sucedería esto, me plantaría ante él con mi habitual confianza y no saldría corriendo como niña asustada. Había algo en él, lo percibía, algo oscuro y perturbador. Y me aterraba.